por LUIS LANGELOTTI
De una forma esquemática es posible decir que existen dos proyectos históricos en curso en el planeta, orientados por concepciones divergentes de bienestar y felicidad: el proyecto histórico de las cosas y el proyecto histórico de los vínculos, dirigidos a metas de satisfacción distintas, en tensión, y en última instancia incompatibles. El proyecto histórico centrado en las cosas como meta de satisfacción es funcional al capital y produce individuos, que a su vez se transformarán en cosas. El proyecto histórico de los vínculos insta a la reciprocidad, que produce comunidad. Aunque vivamos inevitablemente de forma anfibia, con un pie en cada camino, una contra-pedagogía de la crueldad trabaja la conciencia de que solamente un mundo vincular y comunitario pone límites a la cosificación de la vida (Segato 2018, 18).
Cuando Freud da cuenta del inconsciente, hace un movimiento análogo al que pretende el pensamiento crítico decolonial: muestra una alteridad tan radical que se ubica más allá del universo de inclusión del pensamiento moderno. Desde entonces la invención del inconsciente ocupa función sur para el pensamiento de Occidente: una invención en el corazón de la modernidad que escapa a ella (González González 2018, 65).
"El pugilista entra al color"
técnica mixta - Jeuroz 2024
Introducción
Bajo la noción de «estudios culturales» latinoamericanos se hace referencia a un proyecto crítico trans˗disciplinario en el que se abordan las relaciones y las problemáticas locales y globales entre: sociedad, cultura, política y economía. Según la perspectiva de Catherine Walsh, en este sentido, hablamos de “proyectos intelectuales y políticos que ponen en debate pensamientos críticos con el objetivo de pensar fuera de los límites definidos por el neoliberalismo y la modernidad, y con el propósito de construir mundos y modos de pensar y ser distintos (Walsh 2015, 15).
De esta manera, nociones tales como “trans˗modernidad”, delinking [desenganche], “pensamiento fronterizo” e “interculturalidad”, “zona del no˗ser”, “hybris del punto cero”, “racialización”, “colonialidad del ser, del saber y del poder”, entre otras, devienen conceptos fuertes que anudan y condensan el pensamiento y el sentir de gran parte de los autores que podemos ubicar dentro del así llamado giro decolonial (algunxs referentes son: María Lugones, Quijano, Dussel, Mignolo, Castro-Gómez, Ramón Grosfoguel, Silvia Cusicanqui, la propia C. Walsh, entre otrxs).
Para Catherine Walsh:
… la interculturalidad se asienta en la necesidad de una transformación radical de las estructuras, instituciones y relaciones de la sociedad; por eso, es eje central de un proyecto histórico alternativo. Efectivamente, sin esta transformación radical, la interculturalidad se mantiene solo en el plano funcional e individual, sin afectar en mayor medida la colonialidad de la estructuración social y, por ende, el carácter monocultural, hegemónico y colonial del Estado (Walsh 2008, 140-1).
Esta misma autora distingue entre lo multi, lo pluri y lo intercultural:
los términos multi, pluri e interculturalidad tienen genealogías y significados diferentes. Lo pluricultural y multicultural son términos descriptivos que sirven para caracterizar la situación diversa e indicar la existencia de múltiples culturas en un determinado lugar planteando así su reconocimiento, tolerancia y respeto. El «multi» tiene sus raíces en países occidentales, en un relativismo cultural que obvia la dimensión relacional y oculta la permanencia de desigualdades e inequidades sociales. Actualmente es de mayor uso global, orientando políticas estatales y transnacionales de inclusión dentro de un modelo de corte neoliberal que busca inclusión dentro del mercado. El «pluri», en cambio, es término de mayor uso en América del Sur; refleja la particularidad y realidad de la región donde pueblos indígenas y negros han convivido por siglos con blanco-mestizos y donde el mestizaje y la mezcla racial han jugado un papel significante. Mientras que lo «multi» apunta una colección de culturas singulares sin relación entre ellos y en un marco de una cultura dominante, lo «pluri» típicamente indica una convivencia de culturas en el mismo espacio territorial aunque sin una profunda interrelación equitativa. No obstante, hoy en día el uso intercambiado de ambos términos sin distinguir entre ellos es frecuente, inclusive en casi todas las Constituciones de la región en sus reformas de los noventa donde se hacen referencia al carácter diverso del país (Walsh 2008, 140).
Walsh considera que lo intercultural propiamente dicho aún no existe y que es algo por construir dado que
[v]a mucho más allá del respeto, la tolerancia y el reconocimiento de la diversidad; señala y alienta, más bien, un proceso y proyecto social político dirigido a la construcción de sociedades, relaciones y condiciones de vida nuevas y distintas. Aquí me refiero no sólo a las condiciones económicas sino también a aquellas que tienen que ver con la cosmología de la vida en general, incluyendo los conocimientos y saberes, la memoria ancestral, y la relación con la madre naturaleza y la espiritualidad, entre otras (Walsh 2008, 140).
La idea de colonialidad, remite a un patrón o matriz de poder que estructura el sistema-mundo moderno donde, en base a la racialización de los sujetos, los territorios y los conocimientos, se los gobierna y se los jerarquiza (Restrepo y Rojas 2010, 16). En este punto es interesante señalar la distinción entre colonialidad y colonialismo y, en función de tal diferencia, destacar a la vez podemos distinguir entre descolonización y decolonialidad. Tal como señalan Eduardo Restrepo y Ariel Rojas:
Con descolonización se indica un proceso de superación del colonialismo, generalmente asociado a las luchas anticoloniales en el marco de estados concretos. (…) La decolonialidad, en cambio, refiere el proceso que busca trascender históricamente la colonialidad (…). Por eso, la decolonialidad supone un proyecto calado muchos más profundo y una labor urgente en nuestro presente; supone subvertir el patrón de poder colonial, aún luego de que el colonialismo ha sido quebrado (Restrepo y Rojas 2010, 16˗7).
Ahora bien, no es mi interés ahondar exhaustivamente en el giro decolonial en sí sino poner a prueba en qué medida podemos enlazar dicha inflexión o, mejor, tal subversión con el pensamiento psicoanalítico en su perspectiva freudo˗lacaniana y, a la vez, de qué modo el psicoanálisis puede contribuir en esta misma dirección crítica y polémica.
Lo que sigue va en esta dirección.
Del fascismo, ayer y hoy
En tanto pueblos periféricos, atravesamos realidades y contextos históricamente golpeados por el pensamiento único del Amo epocal el cual se expresa, hoy en día, como una derecha anarco˗capitalista financiera que actúa con pretensiones de totalización algunas de cuyas características principales son: una retórica conservadora/reaccionaria (Hirschman 2021), el fascismo, el racismo, la colonialidad, la xenofobia, la aporafobia y el sexismo (que no se reduce a la histórica misoginia sino que incluye, en nuestro presente, también a la transfobia y el rechazo de cualquier elección de género que no se encarrile en lo binario hétero˗normativo).
Encontrándonos en un momento histórico en el que avanzan sectores de ultraderecha que adoptan tanto desde el discurso como desde la acción una posición expulsiva de la castración simbólica al mismo tiempo que una postura de no limitar el goce pulsional, podemos preguntarnos: ¿por qué no apelar heurísticamente al corpus freudiano y lacaniano frente a semejante panorama nazi, renegador, narcisista, sádico y obsceno tal como desde la clínica psicoanalítica caracterizamos a esa instancia híper cruel y severa llamada superyó?
Citando a Norberto Ferreyra con relación a la derecha argentina y su eterna queja y demanda de mayor “seriedad” con respecto a nuestro país:
Esta “seriedad”, que es de la derecha, consiste en hacer una “política seria” con el simple y rotundo sentido de hacer serie. ¿Y cómo hace serie? Matando en serie, esa es su “seriedad”. (…) Está claro que el que realiza una acción política (no un acto político) transmite un goce y así son efectivamente todas las acciones políticas de derecha, que tal cual las definimos, practican y realizan un goce que siempre tiene que ver ˗en diferentes niveles˗ con la segregación y la eliminación del otro, y sucede siempre que ese otro es el más desprotegido, el que menos tiene económicamente y políticamente. Es decir, defino a una política como de derecha cuando su objetivo final es hacer callar al otro mediante la tortura, el asesinato o la muerte en varias de sus formas: hambre, salud, tortura moral, segregación, exterminio. Este es un ejemplo claro de la conjunción que muchas veces hace la perversión en y desde el poder (Ferreyra 2013, 87˗9).
El espíritu fascista conlleva como rasgo intrínseco el avasallar, violentamente, desde una voluntad de goce que justificada desde el mito de un Yo prerracional arcaico ˗encarnado siempre en cierto/s líder/es˗ que se erige por sobre todos los matices y las diferencias étnicas, sociales, subjetivas, etc. para imponerse como autoridad absoluta y trascendental, dueña de la verdad y capaz de moldear a su gusto lo que vale como realidad.
El fascismo es la máxima expresión de todo aquello que se opone a un sentipensar crítico, intercultural/fronterizo y a la posibilidad de desarrollar mundos˗otros que no estén totalmente sometidos a la violencia simbólica (cultural), política, económica o, lisa y llanamente, bélica de las culturas dominantes.
Del campo de la colonialidad y de lo que resiste
Cuando le preguntaban al sociólogo francés Pierre Bourdieu acerca de la diferencia entre su noción de campo y el concepto de aparato, este respondía:
Una diferencia esencial: en un campo hay luchas, por lo tanto, historia. Soy muy hostil a la noción de aparato que es para mí el caballo de Troya del funcionalismo de lo peor: un aparato es una máquina infernal, programada para alcanzar ciertos objetivos. (Ese fantasma del complot, la idea de que una voluntad demoníaca es responsable de todo lo que sucede en el mundo social, frecuenta el pensamiento «crítico»). El sistema escolar, el Estado, la Iglesia, los partidos políticos o los sindicatos no son aparatos, sino campos. En un campo, los agentes y las instituciones luchan, siguiendo las regularidades y las reglas constitutivas de ese espacio de juego (y, en ciertas coyunturas, a propósito de esas mismas reglas), con grados diversos de fuerza y, por lo tanto, con distintas posibilidades de éxito para apropiarse de los beneficios específicos que están en juego en el juego. Los que dominan en un campo dado están en posición de hacerlo funcionar en su provecho, pero deben tener siempre en cuenta la resistencia, la protesta, las reivindicaciones, las pretensiones, «políticas» o no, de los dominados (Bourdieu 2005).
En base a esta distinción, ¿podríamos hablar del “campo de la colonialidad”? En principio, lo interesante de pensarlo así sería que, al hablar de colonialidad, no necesariamente estaríamos hablando de un “aparato”. Es decir, no tendríamos por qué suponer que esté todo dicho y todo cerrado en esta dinámica dado que, de lo contrario, no tendría sentido pensar la decolonialidad en sí misma ni ningún proceso de liberación posible.
En segundo lugar, una noción como la de “campo de la colonialidad” resonaría con otras tales como las de matriz colonial, “patrón de poder” (Quijano), “horizonte colonial de larga duración” (Cusicanqui) o “plantilla universal” (Lander). Estaríamos apuntando al rostro secreto y destructivo de la Modernidad europea, blanca, ilustrada, cristiana, masculina, racionalista y capitalista. Desde esta perspectiva, la Modernidad occidental y el Norte global actual presentarían, en su revés, un campo de goce como tal, que se expande en tanto colonialidad del ser, del saber y del poder por los territorios, las subjetividades y los conocimientos del Sur global apropiándoselos, transmutándolos a los fines de su propia conveniencia.
Volviendo sobre el esclarecimiento de Bourdieu con relación a la noción de campo, este autor establece una reflexión interesante sobre las posibles desviaciones “patológicas”:
Ciertamente, en ciertas condiciones históricas, que deben ser estudiadas de manera empírica, un campo puede comenzar a funcionar como un aparato. Cuando el dominador logra anular y aplastar la resistencia y las reacciones del dominado, cuando todos los movimientos se dirigen exclusivamente desde lo alto hacia lo bajo, la lucha y la dialéctica constitutivas del campo tienden a desaparecer. Hay historia desde que la gente se rebela, resiste, reacciona. Las instituciones totalitarias –asilos, prisiones, campos de concentración– o los Estados dictatoriales son tentativas de poner fin a la historia. De este modo, los aparatos representan un caso límite, algo que puede ser considerado como un estado patológico de los campos, pero es un límite nunca realmente alcanzado, incluso en los regímenes dichos «totalitarios» más represivos (Bourdieu 2015).
Aunque tendencialmente el ideal de todo espíritu fascista no sea sino el cruel sometimiento definitivo del otro como tal (y, en última instancia, su abolición lisa y llana), no obstante, la posición de Bourdieu nos permite pensar el campo de la colonialidad como algo diferente a una esfera cerrada sobre sí misma en la que el dominador sujetaría de manera radical e irreversible al dominado (formando ambos una sola cosa).
Al igual que el apotegma lacaniano “no hay relación sexual”, es decir, no hay completitud posible para el ser–hablante en tanto el sujeto y el Otro están castrados y, por ende, separados irreversiblemente, la noción de campo según Bourdieu cumple la función de horadar toda pretensión unificadora y totalizante del Amo epocal que busque fagocitar al subalterno de turno (siempre los más débiles, los más desprotegidos). En otras palabras, siempre va a haber un resto, una porción de indefinición que imposibilite la oclusión del círculo del poder (y del goce) sobre sí mismo. Lo cual no quita que no se pueda llevar la dominación a extremos inhumanos.
Ahora bien, ¿cómo podríamos denominar operativamente a ese residuo in–colonizable que, en resumen, impide que el campo devenga un aparato? Es lo que el psicoanálisis denomina objeto a, una de cuyas aristas es ser causa del deseo (la otra cara que agrega Lacan más adelante es la de operar como plus de goce). Estaríamos hablando del objeto perdido freudiano, aquel objeto que en realidad representa la falta de objeto como tal. Aquello que se sustrae a la sobredeterminación simbólica y al afán nominalista de decirlo todo (exigencia del superyó). En palabras del propio Lacan: “Esto sólo estaría bien si a fuera asimilable a un significante. Ahora bien, se trata precisamente de lo que resiste a toda asimilación a la función del significante, y por eso precisamente simboliza lo que, en la esfera del significante, se presenta siempre como perdido, como lo que se pierde con la significantización (Lacan 2007, 190)”.
Entonces tenemos dos términos provenientes de autores diferentes. Por un lado, el concepto de campo y, por el otro, la noción de objeto a. Articulados, nos permiten pensar el no˗todo que limita la demanda pulsional implícita en la colonialidad como rostro oscuro de la Modernidad, que es una pulsión de dominación. Otra manera de pensar esto mismo o, para dar un ejemplo, es decir que la función del objeto como causa del deseo alude a la relación singular que está involucrada para el nativo con los territorios y con los “bienes” que le son sustraídos o alterados por la instancia colonizadora, para la cual el verdadero significado (sagrado, profundo) de estos siempre quedará desconocido.
No-todo y universalidad
Desde el psicoanálisis, sabemos que el orden simbólico no llega a rellenar la falta en ser propia del sujeto del inconsciente, que el lenguaje no logra recubrir el misterio del cuerpo que habla, que el significante no puede reducir totalmente el complejo sentipensar de la persona. Decir esto supone asumir una posición antimoderna en el sentido de que para la Modernidad occidental la Razón lo es todo. Pero, al mismo tiempo, la concepción lacaniana del sujeto escindido, carente de ser, también contribuye a prevenirnos de no fugarnos hacia el otro extremo. En tanto la subjetividad propuesta por Lacan no tiene una esencia última y definitiva en la que guarecerse identitariamente –por ejemplo, a los fines de un cierto separatismo–, nos sirve también para evitar el encierro del sujeto “en la obsesión de su identidad” (Alain Touraine 2015, 13). Para no caer en fundamentalismos, en nacionalismos fanáticos o en particularismos radicales (por más originarios o progresistas que sean).
Esto que estoy planteando coincide con el pensamiento de Santiago Castro-Gómez al intentar rescatar la cuestión de la universalidad en oposición al universalismo, basándose en las aportaciones de Derrida, Laclau y Žižek.
El primero de estos autores, establece que ninguna práctica puede definirse independientemente de la trama de relaciones que hacen del sistema un juego abierto a la significación. El segundo, cuestiona la idea de un esencialismo de las identidades sociales dado que las mismas se definen, al igual que el significante, “por oposición y diferencia”. Por último, Žižek sostiene que el único modo genuino de subvertir la colonialidad y la modernidad europeas no es replegándose en la exaltación de un particular nuevo más potente sino, al contrario, apelando a la universalización de intereses como gesto político por excelencia de cualquier movimiento de emancipación. Castro-Gómez lo explica en las siguientes palabras:
Debemos entender que la mejor forma de combatir el colonialismo y el eurocentrismo no es recluyéndose en las particularidades culturales y negando la universalidad por considerarla un instrumento en manos del colonizador. Al contrario, la lucha por la descolonización debe hacerse afirmando la universalidad. Pero no se trata, como veremos, de una universalidad abstracta que niega la particularidad (es decir, del universalismo), sino de una universalidad concreta que se construye a través de la particularidad. Hacer lo contrario, negar toda universalidad con el objetivo de liberar las particularidades oprimidas por el colonialismo, no es solo un gravísimo error político, sino que es un mecanismo de despolitización (Castro-Gómez 2020, 27-8).
Una globalización-otra, discontinua, castrada y compleja
Poco a poco los movimientos sociales, culturales e intelectuales entienden que la colonización planetaria no fue el producto de una evolución histórica lineal generada por el avance ineluctable de una cultura “superior”, el eurocentrismo, como nos enseñaban los libros de historia universal, sino un proceso histórico particular de conquista militar, de dominación económica y religiosa que orientó la occidentalización del mundo bajo el sistema capitalista (Henrique Martins 2012, 15).
Por último, para cerrar con esta nota, quisiera rescatar la interesante postura de Paulo Enrique Martins, autor que sostiene que:
[E]n el contexto de la decolonialidad son las ideas mismas de centro y periferia o de Norte y Sur cuestionadas, lo que nos facilita el avance de un primer entendimiento positivo para otro, lingüístico y metafórico, del binomio centro y periferia. O sea, la complejidad del mundo nos está invitando a cambiar la mirada geográfica tradicional respecto al imperialismo, por otra mirada pos–geográfica que valora las dimensiones culturales, simbólicas y lingüísticas de la dominación y, también, las nuevas dimensiones políticas de la reacción anticolonial (Enrique Martins 2012, 12–3).
Reflexión que introduce la idea de una globalización–Otra, la cual se plantea:
[D]esde el Norte, a través de la reacción de los actores sociales y culturales que están ampliando el rechazo a la modernidad eurocéntrica, como lo hacen los anti–utilitaristas con sus críticas anticapitalistas, y desde el Sur, por los actores decoloniales que cuestionan la violencia de la cultura capitalista sobre las culturas originarias o emergentes en las sociedades de los márgenes.
O sea, la otra globalización apunta a las discontinuidades temporales y espaciales generadas por la colonización sobre las demás culturas. La “otra” revela un movimiento paradojal producido desde “dentro” y desde “fuera” que reflexiona críticamente sobre el real histórico, cambiando las representaciones del mundo humano y planteando nuevos campos de producción de saberes que cuestionan los fundamentos del modelo central del eurocentrismo.
Con el declive del modelo central de la dominación colonial construido desde Europa, lo que era llamado primero, segundo y tercer mundo es ahora reinterpretado por los nuevos críticos como Sur Global y Norte Global (Enrique Martins 2012, 15–6).
Es decir, se trataría de pensar en una globalización “paralela” a la dominante pero que no vendría a instalarse especularmente (en espejo) con respecto a ella sino como desborde, exceso, suplemento. Estaríamos frente a una globalización que hoy tiende a deshilachar toda trama social frente a una globalización Otra cuyo fin no sería sino el de entretejer nuevas redes de acción, germinar nuevos sentipensares críticos y sostener el lazo social entre los vastos sectores excluidos a nivel mundial.
Luis Fernando Langelotti
Buenos Aires - Argentina